La tarde de ayer me despedí de un hombre que marcó mi niñez y gran parte de mi adolescencia. Ayer falleció el papito Héctor, un hombre a quien conocí cuando mi mamá se casó con su hijo. Yo tenía solo siete años. La noticia, de alguna forma, me impactó, aunque lo despedí tal cual lo conocí: tranquila y con una sonrisa en la cara.
Sin embargo, con el paso de las horas, ya en la soledad de mi habitación y escuchando a Los Panchos, las palabras de su esposa no dejan de resonar en mi mente: “He perdido a mi compañero de vida”, repetía una y otra vez, para luego añadir entre sollozos: “Se fue para siempre… no espero la hora de reunirme con él”. Mi corazón, traicionero, me hizo arrojar una que otra lágrima que creí no debía derramar, pero allí estaban.
Reflexioné entonces: mi papá perdió a su padre, pero esa mujer, que lloró desconsolada ayer y hoy toda la tarde, perdió algo más profundo. Perdió a su mejor amigo, al hombre que mejor la conocía, a su compañero de vida. Ese pensamiento me sacudió y me llevó a cuestionarme: ¿algún día podré decir que tengo un compañero de vida? ¿Estoy a tiempo o ya llegué tarde? ¿Será que aparecerá, o tal vez la vida tiene preparado para mí algo distinto a lo que entendemos como amor romántico?
Entre sus lágrimas, la abuela relató cómo compartieron su último almuerzo, un día antes de que él se fuera. Contó que por algún motivo él no quería que ella se marchara, que había estado renegando por no verla tanto como quisiera. Mientras todos la escuchábamos hablar con pesar de esos últimos momentos, yo veía algo más. Veía a una mujer que, a sus años, seguía enamorada del hombre que conoció una tarde en Miraflores, a sus 16 años.
Perder a alguien nos obliga a replantearnos muchas cosas, especialmente cuando somos testigos del impacto que deja su ausencia en quienes lo amaron. Ahora entiendo que la vida tiene un ritmo distinto para cada persona, y quizás el amor romántico no sea el eje de mi destino. Pero, si no lo es, tal vez haya un significado aún más grande esperándome.
Tal vez mi propósito no sea vivir para otro, sino construir algo tan eterno como lo que vi en los ojos de esa mujer que perdió a Héctor: un legado de amor, de conexión y de memoria.
Porque, al final, no es el amor romántico lo que trasciende, sino la huella que dejamos en quienes tocamos, las historias que nos sobreviven, y la manera en que nuestra existencia ilumina el viaje de otros. Si ese es el destino que la vida guarda para mí, no será menos valioso; será simplemente único, como lo es cada alma que decide vivir con valentía.
Comentarios
Publicar un comentario