Hace pocos días, mientras hablaba con unos viejos amigos, nos pusimos a recordar como siempre pasa en esas conversaciones largas y llenas de pausas todo lo que nos había ocurrido recientemente. Compartíamos anécdotas, desahogos, logros y frustraciones. Yo, sin darme mucha cuenta, respondía casi todo con humor. Me reía de cosas que antes me habrían molestado, comentaba desde la ligereza situaciones que en otro momento me habrían dejado pensando por días.Entonces uno de ellos me miró, sonrió y dijo:“La vieja tú ya estaría muy enojada”. Me reí y asentí, porque tenía razón. La vieja yo se habría tomado todo demasiado en serio. Habría reaccionado, se habría encerrado en su mente, como si todo fuera muy personal, como si el mundo estuviera constantemente a punto de caerse.Y ahí me di cuenta. Algo cambió.
Algo en mí, o quizás todo. Ahora que el dolor se esfumó, que el caos se tornó en calma, está saliendo una versión de mí que pensé que ya no existía. Una que se había escondido debajo de capas de tristeza, de decepción, de miedo. Una versión que mira la vida desde otra altura, con otros ojos.
Es curioso, francamente, aunque esta paz que estoy sintiendo me alegra el alma, también me desconcierta. Hay momentos en que mi mente quiere volver a lo conocido, al hábito de estar alerta, al miedo de que si algo va bien, inevitablemente algo malo va a pasar. Me susurra casi continuamente: “No bajes la guardia”. Pero no le creo. No esta vez, sé que esto se llama paz.
Y la reconozco, aunque me cueste mucho acostumbrarme. Ahora entiendo muchas cosas que antes me dolían sin sentido. Ahora sé por qué algunas personas entraron en mi vida solo para quedarse un tiempo, por qué otras salieron sin aviso, y por qué unas cuantas siguen aquí. Entiendo por qué el universo o la vida, o el destino, o lo que cada uno quiera llamar, me hizo pasar por ciertas pruebas que me parecían injustas. Entiendo el propósito de cada lágrima, incluso de las que caían sin explicación, de noche y sin testigos. Y fiel a mi estilo, ahora me pregunto por qué estoy escribiendo esto, me pregunto si alguien más ha sentido lo mismo, si alguien alguna vez leyó lo que compartí y se sintió menos solo, si mis palabras, lanzadas al viento digital, sirvieron de abrigo para alguien.
Pero a veces se me olvida que, aunque nadie más las leyera, estas palabras me sirven a mí.
Me permiten ver todo lo que he caminado, todo lo que he dejado atrás. Me recuerdan que soy mi propia red, que aprendí a sostenerme sola cuando nadie lo hacía. Que escribo no solo para desahogarme, sino para escucharme, para entenderme, para volver a mí.
Tal vez mis textos no cambien el mundo. Tal vez no lleguen a millones, pero escribo, y en ese acto me transformo. Y esa transformación se nota: en mi forma de hablar, en cómo escucho a otros, en la empatía que nace desde un lugar real. Porque antes de decir algo que consuele, lo pienso, luego lo escribo, lo proceso. Y cuando finalmente lo verbalizo, sé que no es un cliché ni un consejo vacío: es algo que viví, que dolió, que sanó, es una versión mía que está de nuevo en su hogar.
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