Ir al contenido principal

Samsara

Mientras pasaban los días, me preguntaba qué sentía realmente.

En medio del caos, de la pena, de la confusión, comencé a necesitar entender el origen del golpe que me dio esta situación.


Una tarde, en terapia, Abi me dijo:

—Una no puede entenderse si antes no ve de dónde viene ese dolor, esa frustración.


¿Es mi culpa? Tal vez.


Cuando tenía seis años, recuerdo a mi papá rompiéndole la boca a mi hermano, o pegándole con una soga.

Yo, inmóvil, paralizada por el miedo, por el dolor ajeno, por los gritos de él y los míos, sin poder hacer nada.


Hablar de mi hermano es otro tipo de dolor.

Así como alguna vez hablé de los tipos de amor, ahora quiero hablar de los tipos de dolor que he sentido a lo largo de mi vida.


A los 16, vi a mi hermano mayor, mi superhéroe, mi mejor amigo empezar a perderse en un mundo tan oscuro que ni el sol de verano podía iluminarlo.

No había claridad para él.


Su dolor se convirtió en el mío.

El dolor de mi mamá al verlo así también se volvió parte de mi cruz.


A los 20, mi hermano, ya totalmente cegado por ese mundo, empezó a tomar actitudes que no entendía.

Finalmente, me traicionó y se marchó.


Ese día murió mi héroe.

Perdí no solo a mi hermano, sino a la única figura masculina que me hacía sentir segura.


A los 24, tuve que regresar a Lima para verlo enmarrocado por primera vez.

De todos los dolores, ese fue de los más profundos.

No era un dolor fugaz, era uno constante, permanente. Uno que no se iba.

Y pronto, ese dolor se transformó en enojo.


Conforme pasaron las semanas, él salió.

Pero aunque lo viera, yo ya no veía a mi hermano.

El dolor se volvió ira. Una ira que me tenía atrapada.


Solo cuando tocaba fondo me permitía ser vulnerable, y por lo tanto, sentir.

Sentir el dolor otra vez.


Hace unas cuantas semanas, vi a mi hermano vulnerable por primera vez en doce años.

Mi corazón se estrujó.

Necesitaba, quizás, que alguna vez yo le dijera algo. Pero llegué tarde.


Me miró resignado, preso del miedo, la angustia y la vergüenza de que yo lo viera así.

Se despidió de mí. De mamá…


Pasaron dos largas semanas para volver a ver a ese viejo amigo.

La familiaridad al hablar con alguien que luchaba con sus propios demonios me causó tanta ansiedad que, en un momento, sentí que iba a desmayarme.

Pero en medio de toda la conversación, mencionó un recuerdo que me devolvió el aire. Y el presente.


Sí. En efecto, ese era el hermano que perdí.

Escucharlo hablar como aquel amigo de mi infancia me dio esperanza.

Esperanza de que, tal vez, aún vivía dentro de él la persona que más amé y admiré en algún momento de mi vida.

Tal vez el monstruo no lo había devorado por completo.

Tal vez, y solo tal vez, su esencia seguía viva.


No nos habíamos mirado.

No nos habíamos abrazado.

No habíamos llorado.

Fueron años de silencio entre dos personas que compartieron una vida.

No habíamos hablado de la soledad que sentimos desde que mi abuela se fue… hasta hoy.


Una de esas tantas noches en las que me costaba conciliar el sueño, le pregunté a Abi por qué le tocó vivir eso a él, y por qué yo me sentía tan culpable.


Todos me decían que no lo era. Y aunque los escuchaba, no lo creía.

No lo entendía. Decía que sí, pero realmente no.

Me estaba llenando de pena, que empezaba a salir en forma de coraje.

Y eso es algo que en estos momentos no puedo permitirme.

Mi centro es mi luz. Pero todo me estaba pesando, a ratos, demasiado.


Abi me dijo que era el trauma del sobreviviente.

Todo lo que vivimos de niños fue tan fuerte, los golpes, las peleas, los gritos, los cambios drásticos, las pérdidas que él nunca supo cómo lidiar con su dolor.

Mientras yo decidí superar y avanzar, él se quedó ahí.

Ambos tomamos caminos diferentes.


Este dolor, esta herida que llevamos… quiero repetirme que no nos pertenece.

Que no somos culpables.

Pero, la verdad, no lo creo del todo.


Aún puedo ver a mi niña interior tratando de salvar a su hermano mayor.

Impotente. Sin poder hacer nada.

Y otra vez, vuelvo a ver a mi hermano sufrir.

Y esa imagen vuelve.


Pero intento creer.

Intento creer que no tengo la culpa.

Que este dolor no es mío. No es nuestro.

Que tal vez pudimos tomar mejores decisiones.

Tal vez otros caminos.

Tal vez pudimos ser fuertes.


No puedo concluir algo que sigue inconcluso.

Me he dedicado todo este tiempo a reconstruirme.

Cada parte de mí, por más pequeña que fuera.

Siempre supe que este momento llegaría.

Porque ese viejo conocido forma la mayor parte de mí.


Esta lucha no ha terminado.

De hecho, acaba de comenzar.



Comentarios

Entradas más populares de este blog

Hasta siempre Héctor

 La tarde de ayer me despedí de un hombre que marcó mi niñez y gran parte de mi adolescencia. Ayer falleció el papito Héctor, un hombre a quien conocí cuando mi mamá se casó con su hijo. Yo tenía solo siete años. La noticia, de alguna forma, me impactó, aunque lo despedí tal cual lo conocí: tranquila y con una sonrisa en la cara. Sin embargo, con el paso de las horas, ya en la soledad de mi habitación y escuchando a Los Panchos, las palabras de su esposa no dejan de resonar en mi mente: “He perdido a mi compañero de vida”, repetía una y otra vez, para luego añadir entre sollozos: “Se fue para siempre… no espero la hora de reunirme con él”. Mi corazón, traicionero, me hizo arrojar una que otra lágrima que creí no debía derramar, pero allí estaban. Reflexioné entonces: mi papá perdió a su padre, pero esa mujer, que lloró desconsolada ayer y hoy toda la tarde, perdió algo más profundo. Perdió a su mejor amigo, al hombre que mejor la conocía, a su compañero de vida. Ese pensamiento me ...

Chasing

 En una de las sesiones más crudas que tuve en terapia, Abi me miró fijamente y me preguntó: —¿Es así como quieres vivir? ¿Llena de ansiedad, de miedo, de angustia, sin poder conciliar el sueño? No esperaba esa pregunta. Jamás me había detenido a pensar en esa parte de mi vida. Lloré casi toda la sesión. Al salir, caminé sin rumbo durante una hora, con Danilo Stankovic de fondo, mientras una nueva pregunta me rondaba: ¿Realmente qué quiero? ¿Qué clase de vida deseo llevar? Han pasado ocho meses desde aquel día, y en todo ese tiempo me dediqué a reorganizar mi vida. Ha habido cambios de última hora, desorden, mucho polvo y me deshice de cosas que ya no me servían en absoluto. Hace dos días, mientras desayunaba sola y tranquila como cada mañana, me hice otra pregunta: ¿Este silencio es soledad o tranquilidad? Y ahí lo supe. Era la tranquilidad que tanto había rogado a Dios y al universo. Me di cuenta de que me habían escuchado, de que este respiro era la respuesta. Entonces recordé l...