Capítulo 2
Cuando llegué al aeropuerto de Madrid, la atmósfera me envolvió como un manto extraño. Los ecos de múltiples lenguas reverberaban en mis oídos, y la luz del sol filtrándose a través de las enormes ventanas daba un brillo casi surrealista al lugar. Cada rostro que pasaba a mi lado parecía contar una historia distinta, una vida en la que yo no tenía cabida. Fue entonces cuando me di cuenta de que el caos de esa nueva realidad iba más allá de las caras desconocidas.
Al llegar a mi habitación de hotel, una confusión administrativa me llevó a un espacio donde, en lugar de la soledad anhelada, había dos camas adicionales. Miré alrededor, sintiendo la fría presión de la soledad. En ese instante, una oleada de nostalgia me golpeó con fuerza. Imaginé a mi madre y mis hermanos a mi lado, riendo y haciendo bromas, pero esa imagen se desvaneció tan rápido como apareció. Fue como si la soledad hubiera cobrado vida, envolviéndome en un abrazo gelido.
Cerca de la cama había un pequeño balcón. Lleve hasta allí un sillón que apenas se movía. Me senté y, con la mirada fija en la luna llena, me dejé llevar por el cansancio. En ese momento, la luz de la luna se convirtió en mi única compañera, una confidente silenciosa que escuchaba mis pensamientos.
A la mañana siguiente, el ruido del tráfico me despertó. Decidí que era hora de abordar el asunto de la universidad y encontrar un lugar donde quedarme durante mi estancia. A cada paso, recordaba los rostros de mis seres queridos, un dolor sutil que solo quienes lo han vivido podrían entender. Encontrar una habitación cerca de la universidad se convirtió en mi prioridad.
Fue entonces cuando descubrí un pequeño chalet al borde del bosque de Villaviciosa. Aunque inicialmente me pareció acogedor, pronto lo apodé “la casa del terror”. Desde el primer día, un nudo en mi estómago me impidió descansar. Las noches se convirtieron en una batalla; el silencio del lugar parecía estar lleno de susurros y sombras.
Después de un mes, mi casero, consciente de mi malestar, decidió cancelar el contrato. Me ayudó a buscar un nuevo lugar y, para ese entonces, ya había hecho mis primeros amigos: Max, Bea y Claudia. Max era compañero de universidad, mientras que Bea y Claudia eran sus amigas. A pesar de que era mayor que ellas, me sorprendió la madurez que poseían. Eran como un soplo de aire fresco en mi vida.
Cuando se enteraron de mi mudanza, su alegría fue contagiosa. Me ayudaron a instalarme en mi nuevo hogar, donde conocí a una familia dominicana que me acogió calurosamente. Pero fue también allí donde conocí a Noemí, y con ella comenzó una etapa tumultuosa de mi vida.
Noemí, una peruana de 34 años, era delgada y de estatura similar a la mía, pero siempre hablaba a toda velocidad, como si el tiempo se le estuviera escapando. Con el tiempo, creí que nos habíamos vuelto amigas. Sin embargo, su relación con un español llamado Ángel y sus dos hijos en Perú la mantenían dividida. Las dificultades de independizarse se apilaban sobre mí, y me sentí abrumada por la carga de responsabilidades.
Mis ahorros comenzaron a agotarse y, al escuchar a Noemi que podía ayudarme a conseguir trabajo, acepté de inmediato, ilusionada. Pero pronto, lo que parecía un camino despejado se tornó en una trampa.
Erick, un hondureño que trabajaba en el bar donde empezó a trabajar, fue quien me capacitó. A pesar de su mirada a menudo lasciva hacia las otras mujeres, conmigo siempre mostró un respeto que me sorprendió. Sin embargo, mi tiempo en el bar no estuvo exento de complicaciones. Jano, un chico con quien, se convirtió en un refugio para mí. Pero eso, al parecer, incomodó a Noemí.
Con el paso de los días, noté que nuestra amistad se deterioraba. Me enteré que hablaba de mí a mis espaldas, un rumor que me dolió profundamente. En una salida a un club, la incomodidad alcanzó un punto crítico cuando vi a Noemí en un altercado con Ángel. Supe que algo no estaba bien, pero opté por guardar silencio.
A la mañana siguiente, Noemí me pidió que no contara a nadie lo que había pasado la noche anterior. Un silencio incómodo se instaló entre nosotras cuando le pedi que no volviera a ofrecerme como si fuera un pedazo de carne con los amigos mayores de su novio. Mientras tanto, Erick, quien había notado mis habilidades en la barra, pidió que Noemí me entrenara en la mezcla de tragos. Su reacción fue inmediata: una mirada llena de desdén.
Poco después, el verdadero dueño del bar, Wilder, un boliviano de aspecto desagradable y comportamiento repugnante, entró en escena. Casi podría afirmar que reconocería su fétido olor, su irritante voz o sus asquerosas manos donde fuera que vaya, metro sesenta, rechoncho, de tez oscura, ridículo como ningún otro. Poco a poco las conversaciones morbosas entre él y Noemí se volvieron un eco en mi mente. No sabía si debía sentir pena por ella o miedo por él.
Un día, una mujer mayor llegó al bar, con un abrigo y una estola de piel que dejaba claro que estaba acostumbrada al lujo. Ese día, tuve que salir antes por un examen. Al regresar, Noemí me abordó de manera abrupta en casa, preguntando por la estola de la mujer. Cuando le dije que no sabía de qué hablaba, la tensión se cortó en el aire. Con un movimiento brusco, me agarró del rostro y repitió la pregunta, y mi corazón se detuvo en ese instante.
Poco después, me despidieron, acusándome de robar la estola. Con la ayuda de Max, fui a hablar con Erick, quien me indicó que debía dirigirme a Wilder. El pánico me invadió. Al entrar a la oficina de Wilder, su mirada oscura me atravesó como un punal. Nos sentamos frente a frente, y le recordamos que no había robado nada y que claramente no era una necesidad. Aún puedo sentir su mirada maliciosa recorriéndome, con una sonrisa que delataba sus asquerosos pensamientos. Se levantó y puso su mano en mi hombro derecho, hablando de un posible perdón hacia mí, mientras su mano recorría mi cuello hasta llegar al otro hombro. Es curioso cómo, en ese instante, me quedé helada, perpleja y sin saber cómo reaccionar, con una sensación de náuseas que me persigue hasta el día de hoy.
Los días pasaron y la ansiedad se volvió parte de mí. La mañana de un viernes, me desperté con una llamada de Erick, sugiriendo que revisara si Noemí tenía la estola. Me acerqué a su habitación, la vacuidad del hogar me abrumó. La traición me golpeó con fuerza cuando encontré la estola en su maleta. La foto que le envié a Erick sería mi salvación, y, tras una revisión de las cámaras, quedó claro que Noemí era la culpable.
A medida que se acercaba la Navidad, me sentía cada vez más abrumada por los gastos y la pérdida de mi trabajo. Un encuentro inesperado con Wilder me hizo desear poder desaparecer. Rully, una compañera de trabajo, le había hecho el favor de citarme en un bar para que pudiéramos conversar. Su presencia me provocó un profundo desagrado; la forma en que me miraba solo me impulsaba a querer escapar. Nos sentamos en la barra mientras él comenzaba su discurso de arrepentimiento. Finalmente, me pidió que regresara al restaurante, apoyando su mano en mi rodilla y hablando de un posible aumento si me comportaba bien, mientras su mano ascendía por mi muslo. Su aliento era pesado, jadeando mientras hablaba y mordiéndose los labios. No pude soportarlo más y grité: "¡No me toques!". Retiró su mano de inmediato al notar que todos nos miraban. La situación se volvió aún más incómoda. La risa de Wilder resonaba en el bar, y mientras los murmullos aumentaban, sentía una mezcla de rabia, miedo, asco y humillación. Su mano había cruzado una línea que no estaba dispuesta a tolerar. “¿Te crees gracioso?”, le solté, intentando mantener la voz firme a pesar del temblor en mis manos. Pero él se inclinó hacia mí, intentando acercarse de nuevo, con esa sonrisa perspectiva que me revolvía el estómago. “No te lo tomes así, cariño. Solo estoy tratando de ayudarte”, dijo, alzando las cejas de manera provocativa. Agarré mi saco y salí del bar sin darle respuesta.
Aquella noche, entre las luces de Madrid y la oscuridad de mis pensamientos, comprendí que la verdadera batalla no era solo por encontrar mi lugar en el mundo, sino por rescatar mi esencia de las garras de aquellos que intentaban definirla. Caminando por las calles, cada paso resonaba con una determinación renovada; No iba permitir que el miedo y la traición dictaran mi historia.
Decidí que no sería una víctima más en un juego que no elegí. Con el eco de las risas y los murmullos a mi alrededor, supe que tenía el poder de escribir mi propio capítulo. A medida que me alejaba del bar y del recuerdo de Wilder, una pregunta quedó flotando en el aire: ¿quién sería el protagonista de esta historia? La respuesta estaba aún por descubrirse, y con cada amanecer, el horizonte prometía un nuevo comienzo.
Porque a veces, es en el desasosiego donde se forjan las almas más fuertes, y mi lucha apenas estaba comenzando.
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