Tardé tanto en escribir este último blog porque pensé mucho sobre qué tema quería abordar, y entonces se me ocurrió hablar de miedos, más específicamente de patrones.
Una de las cosas más duras y difíciles que me tocó vivir y superar fue la relación tormentosa que tuvieron mis padres. Muchos no lo creerán, pero eso se convirtió en mi miedo más grande: verme atrapada en una relación mediocre, en la que yo fuera el saco de boxeo físico o emocional de mi pareja, y quedarme en una relación que no me hiciera feliz, que no me llenara. Yo, que soy una romántica empedernida, me dolería mucho romantizar en mis escritos a un sujeto que me lastima. Es por eso que solo he enaltecido y tomado como estándar a una sola persona que, aún a pesar de todo, fue todo lo que mi padre no fue: un hombre.
Siendo tan niña, me tocó ver a mi mamá llorar tantas veces que fue muy difícil borrar esa imagen de mi cabeza, de mis recuerdos. Superarlo fue algo muy complejo, y esa se volvió mi cruz. Perdonar a mi papá fue otro mundo también, y solo Dios fue testigo de todo lo que pasó y por qué eso se convirtió en el miedo más profundo que guardo.
Hace unos días vi dos películas, ninguna de amor como acostumbro. Eran muy realistas, muy duras. Lloré con ambas y me vi reflejada en cada una de las protagonistas. En la primera, la chica estaba casada con un tipo que, al principio, era el hombre perfecto a simple vista. Aunque él nunca le puso un dedo encima, con el tiempo, al saberla enamorada, la dejó de lado; como se dice, la dio por sentada. Con el paso de los meses, en la trama su relación se volvió monótona, mediocre, aburrida, taciturna, como gusten decirle. Él ignoró muchas veces sus sentimientos y sus reclamos, hasta que fue tarde y se dio cuenta de que la había perdido. Pero en esta película hacían un “throwback” a la infancia de ella, lo que quiere decir que, al dejarlo, ella estaba intentando romper el patrón de lo que vio en sus padres. Esto me lleva a la segunda película, donde la chica fue maltratada, esencialmente ya en un grado mayor. También mostraron un poco de su infancia y fue muy parecido. Ella, al dejar a su pareja, muestra cómo muchas mujeres deben tomar esa decisión porque, más que amor a ellos, deben tener primero que nada amor propio y coraje.
Hace algunas semanas me puse a pensar en qué cualidades debe poseer un hombre para ganarse mi corazón. Lejos de sonar vanidosa, me di cuenta de que realmente tengo un corazón de oro que no cualquiera merece. Entonces me puse a pensar si realmente el hombre con el que estaba me lo daba. Me guardaré esa respuesta para mí, pero sí acotaré que recordé una frase que le pregunté a mi mamá cuando estábamos hablando de mi papá y de por qué, ante la primera gran falta de respeto, no se fue. Ella, con lágrimas en los ojos, me contestó: “Yo pensé que él iba a cambiar por amor a mí.” Entonces entendí dos cosas: sí, un hombre puede mejorar, no cambiar, pero sí mejorar por amor a una mujer; y segundo, hay que saber a qué clase de hombre le abrimos el corazón. Mi mamá, aún a pesar de ser una mujer valiosa —y debo decir que fue de ella de quien aprendí y adopté ciertas cualidades que poseo—, me hace cuestionarme qué le faltó para que mi papá la respetara en todos los sentidos. Nunca lo sabré y ya no es algo que me interesa.
Este texto ya no es para mí; yo ya entendí la lección de lo vivido. Esto es para las personas que lo lean, para que entiendan cómo las experiencias de la infancia pueden moldear percepciones y expectativas en las relaciones adultas.
Para terminar, diré que es fácil hablar cuando no estás dentro de la tormenta, hasta que te encuentras en ella y te es difícil soltarla, te es difícil salir. Las personas solemos, en ocasiones, preferir vivir en el dolor, si hay pequeñas muestras de amor, que enfrentarnos al final de una relación que dolerá en todo momento por un tiempo prolongado. A veces olvidamos que, siempre, después de un duro invierno, llega el sol de primavera.
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